sábado, 29 de agosto de 2009

El Festín

Ya tenían como cinco botellas de ron y cuatro cachos de marihuana en la cabeza cuando les pareció divertido matar al gallo, a las gallinas y por si fuera poco a la tortuga para hacer un asado. No lo pensaron mucho y al instante los mataron. Luego, según me contó Giovanni, Alfredo agarró al gallo y lo desplumó con los dientes y ahí mismo vio como Luis y Fernando abrían una gallina para sacarle las vísceras. A los animalitos que quedaron muertos y estaban muy flacos los dejaron tirados en la arena con el pescuezo roto.

Yo no lo podía creer, pero había ocurrido así como me lo contaba Giovanni. Ellos habían llegado de una fiesta en casa del Viejo Osman a la casa del Fernando y ya tenían hambre; fue entonces cuando el Chancho dijo por puro efecto de la nota: Vamos a comernos a los animalitos del Fernando en parrilla. Alguien una vez me dijo que la carne de tortuga era muy blandita.

Yo pensé que era echando vaina –me dijo Giovanni- y me eché a reír nada más de pensar en la tortuguita muerta paticas arriba en el asador y le dije al Chancho: Plomo, pero yo quiebro a la tortuguita. Los demás, en el momento no hicieron mucho caso a lo que dijo el Chancho. Y fue cuando él empezó la masacre. Agarró a una gallina que pasaba por donde estábamos sentados y le torció el pescuezo. Todos nos reímos. Nos levantamos emocionados y comenzamos a correr detrás de los animales. En plena carrera recordé que yo había deseado matar a la tortuguita, y fue cuando la empecé a buscar por todos lados. Se me hacía difícil encontrarla. El patio trasero de la casa del Fernando era muy grande, y tenía muchos cachivaches en el cual una tortuga podría esconderse sin ser vista. No teniendo más opción le pregunté al Fernando por ella y me dijo que la buscara por los lados de la camioneta blanca.

Así fue. La encontré ahí al lado del caucho izquierdo delantero de la camioneta. Cuando la vi, no sé si por la nota, pensé que ella sabía a lo que yo venía. El alboroto de los animales era espantoso y creo que estaba asustadita porque me miró con ojos de súplica, de no lo hagas por favor.

Recuerdo que yo tenía en la mano un machete que había encontrado en el cajón de la camioneta y la mano me temblaba. Yo nunca había matado a un ser vivo fuera de los machorros que habían por el monte de mi casa, pero bien que estaba ahí parado decidido a matarla.

Era una tortuga grandota y tuve que agarrarla con las dos manos para sacarla de donde estaba. Todavía puedo sentir aquel temblor de sus paticas balanceándose en el aire, aquellos ojitos marrones pidiéndome clemencia. Pero yo esa madrugada no estaba hecho para la clemencia y el perdón. Llegué hasta el centro del patio y vi los animales muertos en una mesa y a otros tirados en la arena. La madrugada era seca y había un cielo iluminado. Los gallos vecinos comenzaban a cantar, y pensé cuánto hubiese deseado el gallo que tenía ahora Alfredo entre los dientes, ser uno de esos gallos que ahora cantaba.

Entonces tiré a la tortuguita en la arena y vi por última vez sus ojitos. Ahora no me suplicaban. Estaban resignados. Creo que si hubiese podido hablar me hubiese maldecido para toda la vida. Yo no sabía por dónde empezar. El primer machetazo se lo di en el caparazón y nada más la medio estremecí. Los muchachos, desde la mesa donde limpiaban a los animales, me miraban y se reían. Pude notar que el Chancho dormía en una silla. Alfredo vino y me gritó que le diera en la cabeza. Pero yo no quería dejar de ver sus ojos acusadores. Me gustaba su expresión de odio y de dolor. Le di otro machetazo en el caparazón y lo abrí en dos. Ya podía ver su carne blancuzca y babosa. En verdad era muy vieja porque tenía la piel muy arrugada. Empezó a temblar. Creo que ya se iba a morir. Alfredo volvió a decirme que le arrancara la cabeza, pero en verdad yo no podía hacer más de lo que hacía y se la llevé hasta la mesa para que él terminara.

-Ahí la tienes arráncasela tú –le dije con un tono entre arrepentido y asqueado. La tomó entre sus manos y con el cuchillo le arrancó el pescuezo de un tajo.
-¿Te costaba mucho verdad? –me dijo. Yo no respondí nada. El Chancho de repente se levantó de su sueño y se acercó hasta la mesa. Creo que todavía estaba un poco dormido por el efecto de la marihuana porque miraba con ojos incrédulos todo ese espectáculo que teníamos en la mesa. En la cocina de la casa se escuchó un ruido. Era una puerta abriéndose por la cual salían Luis y Fernando con un balde en las manos. Llegaron hasta la mesa y lo pusieron sobre ella.
-Aquí están las vísceras, ya están condimentadas, no podemos perder nada –dijeron.
Al ver ese amasijo de tripas y sangre, el Chancho y yo nos miramos por un momento y sin pensarlo, igual que dos horas atrás cuando le torció el pescuezo a la primera gallina, el Chancho nos dijo que lo dejáramos así, que era mejor ir a buscar unas hamburguesas.

viernes, 28 de agosto de 2009

La Clase

El hombrecito, bajito y algo rechonchito, con un copetico canoso, el cual constantemente quita de su frente con un movimiento de su mano derecha, viene caminado rápidamente por los pasillos de la facultad. Desde hace veinte años su rutina es esta misma: pararse muy temprano, tomarse un café, leer la prensa junto al desayuno, besar a su tercera esposa, decirle adiós, tomar el maletín, acariciar el lomo de una edición del Don Quijote con grabados de Doret, llamar al niño para llevarlo al colegio, apurarlo porque el ascensor ya viene, cruzar la puerta con el niño tomado de la mano, decirle que lo quiere alborotándole el cabello que algún día será igual al suyo, pero que el niño ni él quieren que sea, cerrar la puerta del apartamento y tomar el ascensor, llegar al estacionamiento, rogar a Dios para que el carro prenda porque a veces falla, y el carro prende y todo ha sido perfecto en el rito absorbente de su cotidianidad, y ahora después de dejar al niño en el colegio y darle lo último que le queda en la cartera para su merienda y sortear el tráfico suicida de la ciudad, está aquí caminando y diciendo buenos días a sus colegas y alumnos que se cruzan con él por los pasillos.

-Buenos días –dice el hombrecito a su clase entrando al salón.
-¡Buenos días! –responden todas las bocas con vestigio de mal aliento.

Llega, coloca, pone, deja, el maletín en el escritorio y se sienta, se acomoda, busca comodidad en la silla que ya está moldeada a su trasero, se quita el copetico de la frente e intenta empezar su clase siempre y cuando apague el celular que casi nunca lo apaga para estar al tanto de las urgencias domésticas.

-La jornada de hoy –dice mirando a algún punto perdido del salón-, hablaremos sobre las categorías de estudio, para seguir con la clase anterior, de la soledad y vacío presentes en la obra de… -nombra el autor que casi siempre es escogido por él según sus lecturas y de repente hace un silencio y al parecer se lo olvida por dónde venía y dice un chiste a su auditorio soñoliento.
-Vean lo que pasa cuando uno se casa joven, lo más probable es que el divorcio esté a la vuelta de la esquina –lo dice porque una de sus alumnas esta próxima a contraer matrimonio- y después uno deja de pensar –continúa él- en que si tal o cual autor, por pensar en qué hilo me pongo hoy o mañana tengo que pagar la luz y el cable.

Parte del auditorio, por lo general son alumnos que creen ser sus preferidos, ríen el chiste y él continúa con su clase.
-En el ars narrativo de fulanito de tal se vislumbra de manera tangencial, que la soledad y el vacío son obsesiones reiterativas dentro de su universo onírico. Es algo así como cuando fulana –dice mirando a otra alumna- no quiere que el novio la deje y sabe que le gustan ciertas comidas y de manera obsesiva, ya en una de las últimas visitas que le viene a hacer el novio, se las prepara todas en busca de salvar su relación.
-¡Ja Ja Ja! –ríen sus condiscípulos
-En este caso –continúa- soledad y vacío, como toda obsesión en literatura, vienen a convertirse en pesadillas en la obra de… Así como le pasa a la muchacha con la inminente ruptura de la relación.

La muchacha no sabe dónde meter la cara, días atrás le había comentado algo a él, y no le queda otra cosa que reírse del chiste y el hombrecito revisando un mensaje de textos sonríe plácidamente.
-Profesor –dice una de las condiscípulas-, yo estuve releyendo ayer el texto que estamos tratando y me pareció que usted está en lo cierto referente a las pesadillas.
El hombrecito quitándose el copetico de la frente –que ya es parte de él, al parecer es un tip nervioso- mira embelecido a la muchacha. Le da una sonrisa de satisfacción. La mira directo a su escote. La muchacha continúa su disertación. El hombrecito esta deslumbrado, a todo lo que ella dice hace un gesto afirmativo.

De repente, de la nada, un grupo de personas irrumpen en la clase. Son parte de un partido político, vienen junto al candidato a hacer su campañita. El hombrecito vuelve al mundo. La joven queda estupefacta; la clase en general se ríe.

-Muy buenos días a todos por acá -dicen a una sola voz acompañantes y candidatos. El hombrecito responde y mira al candidato que ya ha comenzado a dar su discurso.
-Nosotros el partido Frente 69, proponemos más autonomía universitaria, resguardo de las instalaciones, buena atención en la biblioteca. Estamos apoyados por el decanato que subvenciona nuestra campaña –al tipo se le chispotea esa, y uno de sus amigos le da con el codo. El tipito no sabe dónde meterse.

-Muy buenos días a todos y ya saben ¡El 69 es el futuro de la universidad! –dice el tipito muerto de pena saliendo del salón con toda su comitiva entonando una canción de Alí Primera.
El hombrecito, jugando con su reloj, mirando el teléfono, volviéndose a pasar la mano por el copetico, indignado, casi arrepentido de su vida, de su absurdo destino, piensa en el tiempo que le falta para jubilarse.

-Profesor Echapaborda –dice la muchacha casi luminaria de la clase, ¿puedo continuar?
Echapaborda la mira y asiente.
-Como venía diciendo… -la chica se lanza un discurso digno de la escuela estructuralista sin dejar de mirar a Echapaborda a quien ya no le interesa y que a saber nunca le interesó el discurso de ella.

Echapaborda discurre en la estupidez de la burocracia y vida universitaria. Aquí tienen dinero para subsidiar campañas, pero que ni se acerque uno por la controlaría a plantear un proyecto de investigación sobre la obra inacabada de fulano de tal, piensa. Recuerda con rabia cuantas veces tuvo que ir hasta la oficina de becas para solicitar la subvención de su post grado. Se ve con veinte años menos caminado de aquí para allá con sus libros de teoría literaria y con fe. De saber todo esto se hubiese dedicado a otra cosa: ser viajero o trabajar en un banco. Pero llegaron los matrimonios, los niños, los alquileres, las tarjetas de crédito y por supuesto: los divorcios. Pensó cuantas veces perdió sus libros porque sus ex mujeres en venganza no se los devolvían y tenía que irse a vivir solo o a casa de su madre. Comenzar de nuevo, siempre comenzar de nuevo, se decía, y la chica con su discurso frenético sobre la pesadilla, y la clase muriendo y las risas y los comentarios burlones y la muchacha con pena por el comentario de Echapaborda hace rato sobre sus amores y él, Echapaborda, pensando en matarse algún día, pero mañana era otro día y a otro cualquier imbécil igual a él lo había jodido la vida más de una vez y no quedaba otra cosa que acostumbrarse y seguir acariciando la cabecita de su hijo y pidiéndole al cielo que nunca llegara a tener el pelo como él y ese tip de quitarse el copetico que lo hacía tan particular dentro de la especie fracasada de los hombres.

viernes, 21 de agosto de 2009

El Viajero Ágrafo

No creo ser el más indicado para hablar sobre el tema, debido a que mis conocimientos en materia de fenómenos lingüísticos y gramáticos son paupérrimos y hasta deplorables, pero aunque me niego rotundamente, y desde el fondo de mi ser, prefiero hablarle del tema a otros compañeros más duchos en el área para que lo expongan por mí, no puedo evitar reflexionar sobre el caso. Les explico:

Días pasados navegando por la red, visitando blogs y cualquier tipo de porquería que en el ciber-mundo se pueda encontrar, me topé con un blog muy particular de un compañero radicado en el exterior, en el cual hay ciertos textos donde nuestro muy respetado amigo hace gala de sus impresiones y aventuras por las más hermosas ciudades de Europa. Pero no vengo acá a hacer propaganda turística sobre los viajes de mi amigo, sino a reflexionar sobre la manera tan horrorosa en la que están escritos los textos del fulano, tomando en cuenta, que al igual que yo, es licenciado en letras (claro está, nuestro título no garantiza una buena escritura) por la muy ilustre Universidad del Zulia, y esto implica que por lo menos, debería tener un conocimiento vago de las reglas básicas de ortografía, y sé que las tiene.

(En la muy ilustre Escuela de Letras muchos estudiantes odian la gramática, no por conocimiento y negación de la regla desde una perspectiva artística, sino por pereza y sinvergüenzura de estudiarla. Yo era uno, no lo niego, pero ahora valoro la gramática y hago lo humanamente posible por estudiarla en mis ratos libres)

Los desfases que observé con terror en los textos del viajero ágrafo corresponden al non plus ultra del mal uso de los signos de puntuación. Lo asombroso del caso no es si los colocaba donde iban o no (según los manuales de composición y estilo, los signos de puntuación, muchas veces, obedecen a las necesidades expresivas de quien escribe). La cuestión muy extraña, es que nuestro viajero ágrafo hacía gala del más ridículo uso del código escrito al estilo de los ciber-escribientes del messenger (para nadie es un misterio que el messenger como nuevo medio de comunicación -impersonal y fraudulenta- maneja su propio código escrito, que ha contribuido, al igual que los mensajes de texto, a un mal uso de la palabra escrita).

Dejo claro que no soy un recalcitrante, ni purista del buen uso de la norma, y hasta soy consciente de que cada medio contextualiza sus normas de comunicación bien sea por economía o por flojera -gracias Berta Vega por aquellas maravillosas clases de Pragmática-, pero de ahí, a hacerme de la vista gorda ante un texto mal escrito, no puedo. Soy de los que mantiene que hay que respetar los contextos y hacer valer sus normas establecidas. Veamos algunas de las joyas:

a.- Aquí todo es muy hermoooooooooooooooso!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!!
b.- Cuando camino por las calles la gente me mira como con cara de qué??????????
c.- Viajando en tren me he dado cuenta,,,,,,,,,, que el paisaje es muy atractiiiiiiiiiiiiivo……..

Lo anterior es apenas un asomo; no aguanté y salí corriendo de la página.
En el primer caso sentía que la “O” me iba a tragar de un momento a otro y que la emoción del signo de exclamación iba a terminar por convertirse en una bomba de tiempo. No sé si fonéticamente la “O” es una vocal abierta con instintos criminales o el signo de exclamación un misil que cae a tierra. En el caso segundo no puedo ni imaginarme el tamaño de la interrogante: los signos de interrogación se asemejan a ganchos de ropa en fila india o a garfios que flagelan la piel, y en último caso me imagino que la pausa y el suspense creados por la coma y los puntos suspensivos, dejan ver que nuestro muy querido viajero vive en un estado expectante y de meditación rotunda.

Visto lo anterior, no cabe duda que nuestro amigo ha sido víctima consciente de la hegemonía ágrafa que han impuesto los medios de comunicación e información en la red, donde los signos de puntuación son meros elementos de adorno y no de sentido. Esto aunque no lo crean es una artimaña de dominación, recordemos que una coma y un punto mal usados pueden alterar todo el sentido de una oración. Veamos el siguiente ejemplo:

Julio Cortázar escribía: “La coma, esa puerta giratoria del pensamiento”

Lea y analice la siguiente frase:

“Si el hombre supiera realmente el valor que tiene la mujer andaría en
en cuatro patas en su búsqueda”

“Si usted es mujer, con toda seguridad colocaría la coma después de la palabra mujer”.

“Si usted es varón, con toda seguridad colocaría la coma después de la palabra tiene”.
Creo que el ejemplo es taxativo y deja en claro la importante función –no de mero adorno- que cumplen los signos de puntuación dentro de la estructura de una oración y del pensamiento. Pero a nuestro amigo creo que el frio y el esnobismo europeo le congelaron las neuronas, o será que siempre se sienta volando a la computadora, porque otra aventura ágrafa le aguarda a la vuelta de la esquina.

Eduardo Pepper

domingo, 26 de julio de 2009

LA NOCHE DEL INCENDIO

A Adelina Flores se le quemaron las manitos el día que todo el pueblo desapareció por culpa del fuego. Ese fue el último incendio, el de mil novecientos treinta y nueve. Cuentan –quienes lograron verla- que ella estaba sacando agua del lago y cuando aparecieron las llamas y logró sacar sus manos ya las traía quemaditas y negritas como el mismísimo petróleo. Desde ese día Adelina no habló más. Lo que le quedó de vida lo dedicó sólo a la contemplación de sus manitos chamuscadas.

Era una de esas noches secas de julio en las cuales sólo se escuchaba a lo lejos la bullaranga que venía del bar de la caraqueña. Yo hacía rato que tenía que haberme acostado, pero no quise, preferí quedarme afuera en la mecedora escuchando el ruido de los balancines y pensando. Me gustaba sentarme ahí y ver las estrellas mientras papá y mamá dormían. Pero esa noche no habían estrellas.

Usted no me cree pero lo que le cuento es verdad. Yo estaba ahí sentado y ya casi que me quedaba dormido cuando de repente escuché los gritos, me levanté sobresaltado, y lo primerito que vi fue como las llamas salían del lago para acabar con todo y también con las manos de Adelita. Usted tenía que haberla visto, movía las manos de arriba abajo y los ojos le daban vueltas como a una endemoniada, pegaba gritos y llamaba a su mamá; pero ese día nadie se acordó de nadie y cuando sus padres pudieron llegar a socorrerla ya tenía las manos secas y podridas.

Que qué más pasó en ese momento, fíjese que casi no me acuerdo, creo que fue por el golpe que me di en la cabeza con una de las tablas que sostenían el techo del palafito. Pero lo que sí le puedo decir es que yo escuchaba muchos gritos y veía a la gente corriendo de un lado a otro. Casi no tenían por donde salir porque todo eso era puritico lago y el lago era el que estaba quemándolo todo. Sí, como usted me dijo, era un lago de fuego, ardía y olía a infierno.

Desde ese día todos se fueron para el otro lado, allá donde dice usted que están construyendo una ciudad y está llegando gente que viene de donde hay guerra y hambre. Yo preferí quedarme aquí. Hasta la niña Adelita se fue con sus papás. Cuando el jefe del distrito la vio –dicen- se quedó asombrado de cómo le quedaron las manitas y le prometió que si se iba para el otro lado se las iban a poner nuevas. Esto se quedó solo. Al otro día después del incendio se convirtió en una ruina perdida, fue como si por una maldición se nos borrara de la existencia de los hombres; y ahora viene usted a pedirme que le cuente todas estas cosas que nada más recordarlas me ponen la piel fría.

Dicen, que todo esto pasó por culpa de la misma gente que era muy descuidada y viciosa, pero yo le digo que eso es mentira. Esa gente que llegó de afuera -los italianos y los gringos- y están construyendo la otra ciudad, fue la verdadera culpable de que todo esto se convirtiera en nada. El gobierno les cedió el espacio para que explotaran todo el petróleo y luego repartirse las ganancias. No me mire así, sino me cree, entonces váyase y no me pregunte más. Ellos fueron quienes trajeron el fuego e inventaron los vicios para destruirnos y volvernos pura sombra.

Aquí se murió mucha gente, fíjese que tuvieron que pasar muchos días para que la pudrición se fuera. A mucho de los muerticos los tiraron a ese lago maldito para que se los llevara la corriente; por eso yo no me voy para el otro lado, y todas las noches pienso en que estará haciendo Adelina en esa maldita ciudad, donde sé que la gente está más sola que la misma muerte.

Jacinto que vive del otro lado y a veces viene por aquí es el que me dice cómo están las cosas por allá, pero nunca me dice nada de Adelita. Una sola vez y eso fue hace ya como quince años, me dijo que aquel hombre que le prometió ponerle las manos nuevas nunca se las puso, y que ella y sus padres tuvieron que esperar mucho hasta que llegó un nuevo jefe de distrito, y como que se le apiado el corazón y se las mandó a poner allá en la capital.

Jacinto me dice que él no ha visto más a Adelina y que lo poco que sabe lo sabe porque se lo cuentan otros más allegados a los Flores. Él fue el que me contó que Adelita ya no había hablado más, y que sólo contemplaba sus manos con la mirada extraviada. Lo que sé de ella lo sé por mis sueños.

La otra noche yo dormitaba un rato en el chinchorro. Era unas de esas noches espesa de noviembre y había un frío vidrioso que me cortaba la piel. Como otras muchas noches soñé con Adelina, siempre lo hago, o ella misma por pura manía de la soledad se me viene al sueño y me conversa de sus cosas. Nosotros nos conocimos en la escuelita de los curas, pero a ninguno de los dos nos gustaba eso de los estudios y entonces nos hicimos amigos. Fue entonces cuando comenzamos a pescar guasarapos en las orillas del lago y a compartir nuestra comida. Las horas y los días se nos iban en una sola corredera por los palafitos. Por eso cuando pasó lo que pasó yo me quedé muy triste y no me quise ir con nadie. Muchos dijeron que se me pasaría y buscaría camino para ese otro lado donde había progreso y trabajo para todo el mundo. Pero no fue así, así como dice usted, me quedé revolviéndole la madre a los hijos de puta del gobierno, ellos creían que todo el mundo se iba a comer el cuento ese de la lamparita y de la puta caraqueña. Aquí la cosa fue peor. Pero a la gente de este pueblo le gusta que la engañen, por eso fue que se fueron.

Ahora usted quiere saber qué es lo que Adelita me cuenta en sueños. Aquella noche de la cual le hablaba, ella se apareció y me dijo que estaba triste, que ya tenía sus manitos nuevas pero que casi ya ni le importaba eso. Me dice que no puede dormir y por eso es que viene a verme y a conversar. Dice que por allá todo es como un espejismo, algo que muy pronto será borrado igual que fuimos borrados nosotros. Eso es un pueblo sin paz, me dice. El calor es terrible y las noches afligen al corazón más duro. Por eso es que no habla, y la gente del pueblo la llama la loca Adelina mano quemá.

Yo a Adelita la quise mucho y no le voy a negar que todavía la quiero. Yo no me fui para allá por ella. No puedo imaginármela en ese otro lado tan oscuro. Siempre la he querido aquí y no es que yo sea un cazador de recuerdos, lo que pasa es que uno se acostumbra a lo suyo y yo prefiero estarme en esta ruina pensándola que viéndola tan triste y sola. Ella me dice que un día volverá, pero yo no sé. Aquí Adelita era feliz y siempre sonreía. No crea que fue fácil ver como de repente todo aquel maldito fuego le quemaba las manos y yo no pude hacer nada porque la tabla esa se me vino encima de repente. Eso no me lo he perdonado nunca, pero ella me dijo un día que no importaba y que era mejor así, porque después a mí también se me hubiesen quemado las manos.

Esa noche que se apareció y me dijo eso, estaba casi transparente y yo la confundía con la niebla. Ese día creo que estaba más triste que nunca y no pude tocar sus manos como siempre lo hacía. Me dijo que se quería volver para acá y que en ese momento que me hablaba estaba en el negocio de sus padres sentada en el mismo rinconcito de siempre mirando sus manos. Que allá era de día y por eso no le gustaba. Ella prefería toda la noche de este sueño en el cual recuperaba tantas cosas. Yo nada más la escuchaba como siempre, pero cuando me levantaba de nuevo me agazapaba la tristeza porque esperaba encontrármela aquí conmigo y caía en cuenta que todo era un juego de la memoria.

Yo no creo que vuelva, esto por aquí es muy solo. Nada más viene gente como usted a preguntar como fue el incendio y yo termino diciéndoles que soy un cobarde, que lo de la tabla en la cabeza fue mentira y que cuando vi a Adelita gritando porque se les quemaban las manos, me quedé ahí parado llorando de miedo y sin poder hacer nada. Entiéndame, yo sólo era un niño y los niños no podemos jugar con fuego.

Fragmentos de un ejercicio a destiempo. Cap 1.

La Gorda no solía salir tan temprano de su casa. Por eso cuando la vi, después de aquella calurosa mañana, le pregunté qué hacía a esa hora por el centro de la ciudad. En realidad se lo pregunté porque en el momento sentí que era la persona más triste y sola del mundo. Ella me miró directo a los ojos –y sin quitarse los lentes como siempre solía hacerlo- me dijo que aquella mañana había salido muy temprano a solicitar en la jefatura civil una carta de residencia. En el momento no comprendí, pero con el pasar de los días me di cuenta que al fin y al cabo todos necesitábamos una.

La Gorda estaba sentada en el fondo, en la última mesa del café. Siempre se lo he dicho, sino fuera por sus lentes, sus ojos matarían a cualquiera. Se lo digo, porque eso me lo dijo Javier después de aquella noche que la besó en mi casa, cuando yo estaba tirando con Martica en mi cuarto. Esa noche fue un desastre. La Martica pegaba unos gritos desaforados y mi madre dormía en el cuarto de al lado. Cuando se levantó –mi madre- no supe qué hacer, lo primero que se me ocurrió fue esconder a Martica dentro del escaparate y hacerme el dormido. Mi madre encontró a Javier con La Gorda y quedó fría. Luego me dio un sermón sobre la moral y los principios. A todas estas La Martica seguía escondida en el escaparate y me enviaba mensajes de textos a mi celular maldiciéndome y demás. Yo no aguantaba la risa y miraba a Javier como diciéndole: Yújule man te mamaste a la gordita y él me miraba y se reía. Mi madre se fue a la cocina y La Gorda seguía afuera, según me dijo días después, muerta de pena y de vergüenza, cosa que no le creí porque ella era una desvergonzada.

La Gorda tomaba un café con leche y comía un cachito de jamón y queso. Livianito, le dije, y me reí de ella, sentándome a su lado. Me dijo estúpido y en eso llegó el mesonero. Ordené jugo de naranja y una empanada de pollo al horno. La Gorda estaba leyendo a Roberto Arlt. En la mesa, junto a otros libros que no me interesaron, estaba la edición de de la Biblioteca Ayacucho de Los siete locos y Los lanza llamas. Mientras esperaba la orden, tomé el libro y busqué algunos episodios donde apareciera el personaje del Rufián Melancólico, encontré uno y comencé a leer. Gorda, le dije, luego de parar la lectura, ¿a ti te gustaría mantener a un hombre? Ella no solía hablar mientras comía, pero luego de tomar un sorbo de café me dijo que sí, que sería maravilloso, ¿pero haciendo de puta? le dije, y me dijo que mejor aún. En ese instante llegó el mesonero y La Gorda encendió un cigarrillo. Yo empecé a comer y a ver las noticias en el televisor. Pura mierda, le dije a La Gorda.

-Gorda… -le dije de pronto.
-Qué –me respondió mientras hojeaba un poemario de Cadenas y jugaba con una bocanada de humo en sus labios.
-Quería preguntarte algo –dije.
-Qué –me dijo sin alzar la vista del libro.

Me sentía idiota. No sabía cómo preguntarle aquello tan simple. Creo que en el fondo, sentía esa leve sensación de que hay abismos en la vida de alguien que no debemos invadir. En realidad sí sabía cómo hacerlo, pero no quería. Sólo esperaba que levantara su mirada para tratar de descubrir algo, pero nada. Ella estaba abstraída en su lectura y en su cigarrillo.

-Gorda… -insistí. Pero esta vez volví a quedarme mudo. La Gorda levantó su mirada y me vio directo a los ojos. En ese momento sentí como si una nube de plomo se estrellara contra el café y todo el cielo congestionado cayera sobre mi espalda. Me quedé viendo sus ojos sin decir una sola palabra. Trataba de obtener la respuesta a través de su sigilo y otra vez no le dije nada.
-Hoy estás más tarado que nunca mijo –me dijo con una mueca en sus labios-. ¿Será que te está cayendo mal el ambiente? ¿No has dormido nada?

Me hubiese gustado decirle qué era lo que me pasaba, pero opté por inventarle que en esos últimos días, los sitios cerrados me estaban causando claustrofobia después de estar en ellos cierto tiempo. Me miró de soslayo chupando su cigarro e hizo un gesto negativo. Luego le dije que por el dormir ella sabía que dormía muy poco y que la pregunta estaba de más. Pero en realidad sí creo que lo del ambiente del local me estaba causando algo. Ese día el café no era el mismo, estaba enrarecido, asfixiante. Había muy poca gente para la hora y todo estaba impregnado de un silencio cortante y húmedo. No sé si yo comenzaba a alucinar, pero cuando La Gorda me hizo la pregunta, tuve la idea macabra de que en el café habían cometido un crimen la noche anterior y creí ver que las imitaciones de Botero que saturaban las paredes comenzaban a reírse de mí. Creo que comencé a sudar frío.

-Ey, qué te pasa, estás pálido –me dijo La Gorda jaloneándome por la camisa.
-Nada, nada, sólo que pensé que aquí, anoche, habían cometido un crimen –le respondí con mucha pena.
-Vas a tener que dejar de leer esas novelas del séptimo círculo, te cargan de a toque –me dijo.

Me volví a ensimismar y no sé por qué recordé la muerte de mi padre y un verso de Pavese que dice Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. La verdad si entiendo, a papá ese verso le gustaba demasiado, él solía decirme que luego de leerlo comprendió que el rostro de la muerte era una transfiguración nuestra. Toda nuestra desgracia. Cara de la muerte triste, decía. Explosión de todo el desencanto. Es como un espejo que explota frente a nosotros y nos recorre toda la historia. Y de repente me encontré pensando en Borges, en los espejos, en la ceguera, en el amarillo, en el último hombre.

La Gorda y yo seguíamos ahí. Ella leyendo ahora un poemario de Pessoa y yo en el más profundo silencio pensando en esa mañana aciaga en la cual la vi y tuve la premonición de que era la mujer más triste del mundo. Quería pensar que era algún desamor u otro tipo de problema. Cualquier otra cosa, sí, porque en aquel momento –y ustedes nunca me entenderán- yo sentí que La Gorda se nos iba y no sé exactamente para dónde. De repente, como una bofetada imprevista, recordé una conversación que había tenido con Javier días atrás. Era una noche muy fresca y estábamos montados en el techo de su casa bebiendo ginebra y escuchando algo de música en un reproductor de pilas. Estábamos de boca al cielo estrellado, fumando y conversando.

-Uno siempre quiere emigrar, irse, dejarse –le decía yo a Javier.
-Tal vez sea así, no lo dudo, pero todo eso involucra perder –me respondió.
-Pero no es irse hacia otro sitio, ni nada de eso, es irse de uno –le dije.
-Viejo, a la final eso de irse es pura coba, uno nunca se termina de ir ni de uno mismo, a donde quiera que uno vaya, ahí va estar todo lo que uno ha sido –me respondió.

Al café comenzaban a llegar más personas, y poco a poco el ruido de las sillas, las voces, la confusión de olores comenzaban a mezclarse en una sola aroma amorfa y repugnante. Pensé entonces en marcharme y dejar a La Gorda ahí sentada con su poemario, total habíamos hablado muy poco y ella no tenía muchas ganas de hablar conmigo, o era yo el que no hablaba con ella. Pero luego pensé en invitarla conmigo a caminar por la ciudad.

-Gorda que te parece si nos vamos a dar una vuelta por ahí, ya casi es mediodía y esto se va a poner atestado, ¿sí? –le dije. Ella se quedó mirando un punto perdido dentro del local.
-No tengo muchas ganas –me dijo-, pero aunque pensándolo un poco, es mejor que me vaya contigo, a la una debo estar en la revista.

Pagamos la cuenta y salimos del café sin mirar a ningún lado.

domingo, 19 de julio de 2009

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Lo que sigue a continuación
son palabras textuales de un personaje
de una novela de Roberto Bolaños:
“Se puede conquistar a una muchacha
con un poema, pero no se le puede
retener con un poema. Vaya, ni siquiera
con un movimiento poético”



Usted tiene derecho a estar triste en plena fiesta
y no sucumbir a la satisfacción del momento
usted es un hombre con derecho en ese momento de algarabía
a sentirse vacío y hostil
de recordar con amargura sus fracasos y sus abandonos
su última lágrima en la noche
aquél desamor que todavía lo atormenta y lo solapa
usted tiene derecho de morirse en el momento del cotillón
a fin de cuentas usted es un hombre que esta noche ya no existe.

Los solos

“Una extraña sensación de soledad…”
Sentimiento Muerto


Ella lo había visto varias veces en el trabajo y el hecho de que no mantuviera la misma disciplina de los demás compañeros le había llamado la atención. Por su parte, él ni se imaginaba que ella existía. Una vida rutinaria lo había llevado a restarle importancia a todo lo que le rodeaba.
Aquella mañana se tropezaron en la oficina del jefe. Cada uno por su parte venía con una montaña de papeles y no podían verse los rostros. Pero ella, atenta como siempre, reconoció el vago olor de su perfume.

-Pase usted primero –dijo ella-, total, no tengo mucho apuro, son unos pocos apenas.
-Si hago caso a los modales y buenas costumbres, se supone que tendría que darle paso a usted –dijo él-, así que pase.
-En realidad no hay problema, vaya y entre –dijo ella.
-Bueno ya que insiste –dijo él. Y entró dando tumbos a la oficina del jefe.

Recostada en el sillón de la sala de espera pensaba en su voz. Nunca lo había escuchado hablar y hasta se tomó la ligereza de no pensarlo mas como “el huraño”, como solían llamarle en la oficina a sus espalda. No sabía por qué, pero en aquel instante se encontró recordando el primer día que lo vio llegar a la oficina. Según los rumores venía por un traslado o por cualquier otra cosa. -Ya puede entrar. Muchas gracias –dijo él despabilándola de un solo golpe y ella sintió una especie de estremecimiento en la boca del estómago.
-Ah… Gracias… -le dijo con un leve rubor en las mejillas como quien es encontrado en algo comprometedor- y sin cruzar más palabras entró a la oficina.

Todas las tardes, después de salir de la oficina camino a su habitación, hacía una corta parada en el bar “La puerta”. Allí, en el rincón más apartado de la barra, tomaba unas cervezas y se daba a la tarea de reconstruir, no sabía si por pura costumbre o por no tener más nada que hacer, los acontecimientos del día. Le gustaba el olor a madera mojada de aquel sitio y las fotos de mujeres que evocaban los años sesenta.

-¿Cómo estuvo el día? – le preguntó Lázaro, el cantinero, quien hasta ahora era el único con quien se tomaba la libertad de conversar algunas confidencias.
-Nada extraordinario Lázaro –dijo-, todo como siempre en su mismo ritmo. Y tú, qué tal el día.
-Bueno ya sabes cómo son las cosas en este lugar, pero no me aflijo, algún día venderé y me marcharé bien lejos –le respondió Lázaro.
-¿Sigues con los planes de vender? –le dijo él- Yo siendo tú no lo haría, ¿o acaso este lugar no significa nada para ti?
-Pues ya no, desde la muerte de Sebastián, muy pocas cosas significan algo –le dijo Lázaro.
-Si tú lo dices –le dijo. Y sin pensarlo sacó la billetera y canceló la cuenta que siempre Lázaro se resistía a cobrarle.

“Después de la muerte de Sebastián” pensaba mientras iba camino a la pensión. No sabía por qué razón las personas le comenzaban a restar importancia a la vida luego de la muerte de algún ser querido. Para él era más doloroso perder a alguien y que este alguien siguiera vivo haciendo su vida sin uno. La sensación de sentirse excluido, borrado e insignificante, sí que era para él una razón valedera. Por eso también se había marchado. En ese momento se volteó y se dirigió al bar de nuevo. Al llegar, entró y le dijo a Lázaro, desde la puerta:
-Lázaro creo que lo te falta es resignación. Y Lázaro desde la barra, con un cigarrillo en los labios le sonrío y dio la espalda.

Ella siempre había tenido la manía de prepararse una tortilla de huevos con jamón y panes tostados para cenar, pero esa noche prefirió algo ligero, no tenía mucha hambre. En cambio, tenía una necesidad extraña de revisar las fotos del álbum familiar. Se sentó en el mueble y con un yogurt en las manos, comenzó a pasar lentamente los pliegos deteniéndose de vez en cuando en una de las fotos más significativas. Entre esas, estaba una en la que aparecía disfrazada de diosa hindú, la cual le gustaba mucho por la forma en la que estaba maquillada a sus siete años. Verse ahora los ojos delineados de rímel a esa temprana edad, le hacía recordar la primera vez que lloró por un amor. “No hay nada más desolador en el rostro de una mujer que un rímel corrido” pensaba ella con la cucharilla entre los labios. En ese instante sintió que tan cruel podía ser un rímel corrido en los ojos de una niña, pero trató de olvidarlo, no era muy dada a vivir evocando nostalgias, aunque de manera fortuita siempre se le aparecían en el momento menos oportuno. Sería por eso que de la nada comenzó a pensar en el muchacho da la oficina y se decía que era un tipo raro, que sólo hasta hoy, después de dos meses, escuchó su voz y pudo entablar unas palabras de lo más comunes con él. Había algo en él que le intrigaba, pero no de manera maliciosa. En ese momento pensó en lo que podría estar haciendo él en una noche como esa.

Dado a los recuerdos, que era lo único propio que le venía quedando desde hacía tiempo, se tiró en la cama y encendió un cigarrillo. La amarga sensación del tabaco le ayudaba a ocultarse lo solo que estaba. Pensaba en Mario y en Luisa, ellos con su vida formidable y su último viaje a la cordillera, el niño, la casa, todos esos ritos de los cuales él renegaba y huía, pero que ahora, con una vida simple y monótona anhelaba. Entonces Mariel se apareció entre todos esos hilos que la memoria teje para encontrarnos en un laberinto donde todo se confunde. La vio sentada aquella mañana en el pasillo de la facultad, la evoco en aquella noche del primer abrazo, la sintió cerca muy cerca, como sobrevolando el cuarto, la noche en que desapareció para siempre. Y sí, era así, todo tan complicado y vacío como un mal sueño del cual se quiere escapar rápidamente. Sería por eso que sin darse cuenta, reconstruía anécdotas diarias para escapar de los fantasmas, entre esas, la más especial de esa noche: un diálogo en la oficina con una mujer y un perfume olor a chocolate. Fue entonces cuando por fin pudo conciliar el sueño.

De la terrible y hasta hoy no conocida historia de cómo fue que conocí a Eduardo Liendo.

A Nílibe, La detective salvaje…

Llevo ya dos años dándole vueltas al asunto y creo que ha llegado el momento de escribirlo. Un día por equivocación, en la ciudad de Mérida, compré un libro de Eduardo Liendo titulado “El cocodrilo rojo y Mascarada” pensando que el autor era Gustavo Díaz Solís. Ahora no recuerdo cómo fue que me confundí, pero lo que sí recuerdo bien, fue que en ese entonces yo andaba en una de shorts pero muy shorts histories, y todo autor en esa onda me interesaba y más aún si era nacional.

La confusión nació una mañana en la universidad, cuando un compañero me leyó un texto acerca de Liendo el cual debía entregar para una cátedra. En el texto, el compañero discurría desde lo más profundo de su ser, con un tono desde lo aristotélico hasta el discurso más blanchoniano que podamos imaginar. La cuestión era que yo tenía sueño y sus palabras me eran complicadas e ininteligibles, lo único que acerté a escuchar fue la cita del texto –la cual para el momento, pensé, era sólo una parte importantísima, porque me pareció tan enrevesada como el mismo, o creo también haber pensado que mi amigo se había inventado un autor y por ende el cuento- que decía de la siguiente manera: “Se acostumbró tanto a su cuello torcido que reencarnó en una flor de barranco”. En ese momento me despabilé y le pregunté sin titubear, qué diablos era esa cita y él me respondió que no era una cita sino un cuento del autor. De inmediato le pregunté el nombre y me dijo que era Eduardo Liendo.

La misma mañana comencé a preguntar por el autor y todos me decían una cosa y otra. Andaba perdido porque unos me decían: Sí, ese es el autor de El mosaiquito verde y hasta ahí llegaban. Y al que le preguntaba por el autor de El mosaiquito verde en busca de más información y le leía el texto de Liendo, me decía que estaba equivocado que ese no era Liendo, sino Gustavo Díaz Solís.

Liendo se convirtió entonces en un escritor espectral, anónimo, hasta llegué a pensar que era uno de esos autores que a nadie en la Escuela de Letras le gusta compartir por celos intelectuales, o mejor dicho pseudo-intelectuales, y le di una categoría de autor peligroso poseedor de un secreto milenario. Razones: texto de su autoría que los lectores atribuyen a otro autor, y para colmo tampoco el texto resulta ser de el autor a quien se le atribuye.

Ya en Mérida, específicamente en la Facultad de Humanidades de la Universidad de los Andes, me encontraba hojeando libros en una expo venta de Monte Ávila Editores (Se me acaba de ocurrir una idea: ¿por qué no decir también ojeando, sin en realidad también es esa una de las acciones realizadas frente a un estante con muy poco dinero y ganas de arrebatarnos con los ejemplares, y olvidarnos del pasaje de vuelta y la cena que hay que compartir con la novia de turno) y de la nada ubico un libro del espectral Eduardo Liendo. De inmediato miro a mi acompañante de turno, y ella camarada al fin para ese entonces, entendió mi mensaje, casi súplica y accedió a recortar nuestro presupuesto de viaje por dicho libro. Lo tomé en mis manos como se toma un libro ansiado desde hace mucho tiempo, claro, en el momento no delaté mi interés, por eso de que ante un librero, uno tiene que ser casi un lector de La culpa es de la Vaca, del pollo, del tiranosaurio rex, y de todo aquél a quien se pueda culpar que no sea uno, y poner una cara como de qué nombre más raro ¡El sonido y la Furia! Ese segurito le sirve a Pedro, ya sabes cómo le encanta tener el carro bien lleno de cornetas y todos esos aparatos, para no darle chance al mercantilista de la literatura, de aumentar el ejemplar al doble.

No entiendo todavía por qué para ese entonces llegué a tener la sensación de haber comprado el libro de Gustavo Díaz Solís, juro que lo sentí en verdad – ¿A usted le ha pasado alguna vez?- fue muy raro, y no me atreví a compartir mi duda ni con mi acompañante, y en el peor de los casos juré no abrir el libro hasta llegar al hotel o a mi casa en Ciudad Ojeda. Ese día no lo abrí.
Ya en casa después de casi dos semanas de haber llegado del viaje decido develar el misterio y voy en busca del libro. No sé cuál de los dos estaba más expectante y receloso. Lo tomé y como es costumbre para mí, siempre comienzo a leer un libro de poemas o de cuentos al azar, y desde donde comience marco el inicio. La duda fue despejada, tal vez por designio de los dioses, porque al abrir el libro mis ojos leyeron sin más remedio: “Se acostumbró tanto a su cuello torcido que reencarnó en una flor de barranco”.

Ciudad Ojeda 24-04-08