domingo, 26 de julio de 2009

Fragmentos de un ejercicio a destiempo. Cap 1.

La Gorda no solía salir tan temprano de su casa. Por eso cuando la vi, después de aquella calurosa mañana, le pregunté qué hacía a esa hora por el centro de la ciudad. En realidad se lo pregunté porque en el momento sentí que era la persona más triste y sola del mundo. Ella me miró directo a los ojos –y sin quitarse los lentes como siempre solía hacerlo- me dijo que aquella mañana había salido muy temprano a solicitar en la jefatura civil una carta de residencia. En el momento no comprendí, pero con el pasar de los días me di cuenta que al fin y al cabo todos necesitábamos una.

La Gorda estaba sentada en el fondo, en la última mesa del café. Siempre se lo he dicho, sino fuera por sus lentes, sus ojos matarían a cualquiera. Se lo digo, porque eso me lo dijo Javier después de aquella noche que la besó en mi casa, cuando yo estaba tirando con Martica en mi cuarto. Esa noche fue un desastre. La Martica pegaba unos gritos desaforados y mi madre dormía en el cuarto de al lado. Cuando se levantó –mi madre- no supe qué hacer, lo primero que se me ocurrió fue esconder a Martica dentro del escaparate y hacerme el dormido. Mi madre encontró a Javier con La Gorda y quedó fría. Luego me dio un sermón sobre la moral y los principios. A todas estas La Martica seguía escondida en el escaparate y me enviaba mensajes de textos a mi celular maldiciéndome y demás. Yo no aguantaba la risa y miraba a Javier como diciéndole: Yújule man te mamaste a la gordita y él me miraba y se reía. Mi madre se fue a la cocina y La Gorda seguía afuera, según me dijo días después, muerta de pena y de vergüenza, cosa que no le creí porque ella era una desvergonzada.

La Gorda tomaba un café con leche y comía un cachito de jamón y queso. Livianito, le dije, y me reí de ella, sentándome a su lado. Me dijo estúpido y en eso llegó el mesonero. Ordené jugo de naranja y una empanada de pollo al horno. La Gorda estaba leyendo a Roberto Arlt. En la mesa, junto a otros libros que no me interesaron, estaba la edición de de la Biblioteca Ayacucho de Los siete locos y Los lanza llamas. Mientras esperaba la orden, tomé el libro y busqué algunos episodios donde apareciera el personaje del Rufián Melancólico, encontré uno y comencé a leer. Gorda, le dije, luego de parar la lectura, ¿a ti te gustaría mantener a un hombre? Ella no solía hablar mientras comía, pero luego de tomar un sorbo de café me dijo que sí, que sería maravilloso, ¿pero haciendo de puta? le dije, y me dijo que mejor aún. En ese instante llegó el mesonero y La Gorda encendió un cigarrillo. Yo empecé a comer y a ver las noticias en el televisor. Pura mierda, le dije a La Gorda.

-Gorda… -le dije de pronto.
-Qué –me respondió mientras hojeaba un poemario de Cadenas y jugaba con una bocanada de humo en sus labios.
-Quería preguntarte algo –dije.
-Qué –me dijo sin alzar la vista del libro.

Me sentía idiota. No sabía cómo preguntarle aquello tan simple. Creo que en el fondo, sentía esa leve sensación de que hay abismos en la vida de alguien que no debemos invadir. En realidad sí sabía cómo hacerlo, pero no quería. Sólo esperaba que levantara su mirada para tratar de descubrir algo, pero nada. Ella estaba abstraída en su lectura y en su cigarrillo.

-Gorda… -insistí. Pero esta vez volví a quedarme mudo. La Gorda levantó su mirada y me vio directo a los ojos. En ese momento sentí como si una nube de plomo se estrellara contra el café y todo el cielo congestionado cayera sobre mi espalda. Me quedé viendo sus ojos sin decir una sola palabra. Trataba de obtener la respuesta a través de su sigilo y otra vez no le dije nada.
-Hoy estás más tarado que nunca mijo –me dijo con una mueca en sus labios-. ¿Será que te está cayendo mal el ambiente? ¿No has dormido nada?

Me hubiese gustado decirle qué era lo que me pasaba, pero opté por inventarle que en esos últimos días, los sitios cerrados me estaban causando claustrofobia después de estar en ellos cierto tiempo. Me miró de soslayo chupando su cigarro e hizo un gesto negativo. Luego le dije que por el dormir ella sabía que dormía muy poco y que la pregunta estaba de más. Pero en realidad sí creo que lo del ambiente del local me estaba causando algo. Ese día el café no era el mismo, estaba enrarecido, asfixiante. Había muy poca gente para la hora y todo estaba impregnado de un silencio cortante y húmedo. No sé si yo comenzaba a alucinar, pero cuando La Gorda me hizo la pregunta, tuve la idea macabra de que en el café habían cometido un crimen la noche anterior y creí ver que las imitaciones de Botero que saturaban las paredes comenzaban a reírse de mí. Creo que comencé a sudar frío.

-Ey, qué te pasa, estás pálido –me dijo La Gorda jaloneándome por la camisa.
-Nada, nada, sólo que pensé que aquí, anoche, habían cometido un crimen –le respondí con mucha pena.
-Vas a tener que dejar de leer esas novelas del séptimo círculo, te cargan de a toque –me dijo.

Me volví a ensimismar y no sé por qué recordé la muerte de mi padre y un verso de Pavese que dice Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. La verdad si entiendo, a papá ese verso le gustaba demasiado, él solía decirme que luego de leerlo comprendió que el rostro de la muerte era una transfiguración nuestra. Toda nuestra desgracia. Cara de la muerte triste, decía. Explosión de todo el desencanto. Es como un espejo que explota frente a nosotros y nos recorre toda la historia. Y de repente me encontré pensando en Borges, en los espejos, en la ceguera, en el amarillo, en el último hombre.

La Gorda y yo seguíamos ahí. Ella leyendo ahora un poemario de Pessoa y yo en el más profundo silencio pensando en esa mañana aciaga en la cual la vi y tuve la premonición de que era la mujer más triste del mundo. Quería pensar que era algún desamor u otro tipo de problema. Cualquier otra cosa, sí, porque en aquel momento –y ustedes nunca me entenderán- yo sentí que La Gorda se nos iba y no sé exactamente para dónde. De repente, como una bofetada imprevista, recordé una conversación que había tenido con Javier días atrás. Era una noche muy fresca y estábamos montados en el techo de su casa bebiendo ginebra y escuchando algo de música en un reproductor de pilas. Estábamos de boca al cielo estrellado, fumando y conversando.

-Uno siempre quiere emigrar, irse, dejarse –le decía yo a Javier.
-Tal vez sea así, no lo dudo, pero todo eso involucra perder –me respondió.
-Pero no es irse hacia otro sitio, ni nada de eso, es irse de uno –le dije.
-Viejo, a la final eso de irse es pura coba, uno nunca se termina de ir ni de uno mismo, a donde quiera que uno vaya, ahí va estar todo lo que uno ha sido –me respondió.

Al café comenzaban a llegar más personas, y poco a poco el ruido de las sillas, las voces, la confusión de olores comenzaban a mezclarse en una sola aroma amorfa y repugnante. Pensé entonces en marcharme y dejar a La Gorda ahí sentada con su poemario, total habíamos hablado muy poco y ella no tenía muchas ganas de hablar conmigo, o era yo el que no hablaba con ella. Pero luego pensé en invitarla conmigo a caminar por la ciudad.

-Gorda que te parece si nos vamos a dar una vuelta por ahí, ya casi es mediodía y esto se va a poner atestado, ¿sí? –le dije. Ella se quedó mirando un punto perdido dentro del local.
-No tengo muchas ganas –me dijo-, pero aunque pensándolo un poco, es mejor que me vaya contigo, a la una debo estar en la revista.

Pagamos la cuenta y salimos del café sin mirar a ningún lado.

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