sábado, 29 de agosto de 2009

El Festín

Ya tenían como cinco botellas de ron y cuatro cachos de marihuana en la cabeza cuando les pareció divertido matar al gallo, a las gallinas y por si fuera poco a la tortuga para hacer un asado. No lo pensaron mucho y al instante los mataron. Luego, según me contó Giovanni, Alfredo agarró al gallo y lo desplumó con los dientes y ahí mismo vio como Luis y Fernando abrían una gallina para sacarle las vísceras. A los animalitos que quedaron muertos y estaban muy flacos los dejaron tirados en la arena con el pescuezo roto.

Yo no lo podía creer, pero había ocurrido así como me lo contaba Giovanni. Ellos habían llegado de una fiesta en casa del Viejo Osman a la casa del Fernando y ya tenían hambre; fue entonces cuando el Chancho dijo por puro efecto de la nota: Vamos a comernos a los animalitos del Fernando en parrilla. Alguien una vez me dijo que la carne de tortuga era muy blandita.

Yo pensé que era echando vaina –me dijo Giovanni- y me eché a reír nada más de pensar en la tortuguita muerta paticas arriba en el asador y le dije al Chancho: Plomo, pero yo quiebro a la tortuguita. Los demás, en el momento no hicieron mucho caso a lo que dijo el Chancho. Y fue cuando él empezó la masacre. Agarró a una gallina que pasaba por donde estábamos sentados y le torció el pescuezo. Todos nos reímos. Nos levantamos emocionados y comenzamos a correr detrás de los animales. En plena carrera recordé que yo había deseado matar a la tortuguita, y fue cuando la empecé a buscar por todos lados. Se me hacía difícil encontrarla. El patio trasero de la casa del Fernando era muy grande, y tenía muchos cachivaches en el cual una tortuga podría esconderse sin ser vista. No teniendo más opción le pregunté al Fernando por ella y me dijo que la buscara por los lados de la camioneta blanca.

Así fue. La encontré ahí al lado del caucho izquierdo delantero de la camioneta. Cuando la vi, no sé si por la nota, pensé que ella sabía a lo que yo venía. El alboroto de los animales era espantoso y creo que estaba asustadita porque me miró con ojos de súplica, de no lo hagas por favor.

Recuerdo que yo tenía en la mano un machete que había encontrado en el cajón de la camioneta y la mano me temblaba. Yo nunca había matado a un ser vivo fuera de los machorros que habían por el monte de mi casa, pero bien que estaba ahí parado decidido a matarla.

Era una tortuga grandota y tuve que agarrarla con las dos manos para sacarla de donde estaba. Todavía puedo sentir aquel temblor de sus paticas balanceándose en el aire, aquellos ojitos marrones pidiéndome clemencia. Pero yo esa madrugada no estaba hecho para la clemencia y el perdón. Llegué hasta el centro del patio y vi los animales muertos en una mesa y a otros tirados en la arena. La madrugada era seca y había un cielo iluminado. Los gallos vecinos comenzaban a cantar, y pensé cuánto hubiese deseado el gallo que tenía ahora Alfredo entre los dientes, ser uno de esos gallos que ahora cantaba.

Entonces tiré a la tortuguita en la arena y vi por última vez sus ojitos. Ahora no me suplicaban. Estaban resignados. Creo que si hubiese podido hablar me hubiese maldecido para toda la vida. Yo no sabía por dónde empezar. El primer machetazo se lo di en el caparazón y nada más la medio estremecí. Los muchachos, desde la mesa donde limpiaban a los animales, me miraban y se reían. Pude notar que el Chancho dormía en una silla. Alfredo vino y me gritó que le diera en la cabeza. Pero yo no quería dejar de ver sus ojos acusadores. Me gustaba su expresión de odio y de dolor. Le di otro machetazo en el caparazón y lo abrí en dos. Ya podía ver su carne blancuzca y babosa. En verdad era muy vieja porque tenía la piel muy arrugada. Empezó a temblar. Creo que ya se iba a morir. Alfredo volvió a decirme que le arrancara la cabeza, pero en verdad yo no podía hacer más de lo que hacía y se la llevé hasta la mesa para que él terminara.

-Ahí la tienes arráncasela tú –le dije con un tono entre arrepentido y asqueado. La tomó entre sus manos y con el cuchillo le arrancó el pescuezo de un tajo.
-¿Te costaba mucho verdad? –me dijo. Yo no respondí nada. El Chancho de repente se levantó de su sueño y se acercó hasta la mesa. Creo que todavía estaba un poco dormido por el efecto de la marihuana porque miraba con ojos incrédulos todo ese espectáculo que teníamos en la mesa. En la cocina de la casa se escuchó un ruido. Era una puerta abriéndose por la cual salían Luis y Fernando con un balde en las manos. Llegaron hasta la mesa y lo pusieron sobre ella.
-Aquí están las vísceras, ya están condimentadas, no podemos perder nada –dijeron.
Al ver ese amasijo de tripas y sangre, el Chancho y yo nos miramos por un momento y sin pensarlo, igual que dos horas atrás cuando le torció el pescuezo a la primera gallina, el Chancho nos dijo que lo dejáramos así, que era mejor ir a buscar unas hamburguesas.

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