domingo, 26 de julio de 2009

LA NOCHE DEL INCENDIO

A Adelina Flores se le quemaron las manitos el día que todo el pueblo desapareció por culpa del fuego. Ese fue el último incendio, el de mil novecientos treinta y nueve. Cuentan –quienes lograron verla- que ella estaba sacando agua del lago y cuando aparecieron las llamas y logró sacar sus manos ya las traía quemaditas y negritas como el mismísimo petróleo. Desde ese día Adelina no habló más. Lo que le quedó de vida lo dedicó sólo a la contemplación de sus manitos chamuscadas.

Era una de esas noches secas de julio en las cuales sólo se escuchaba a lo lejos la bullaranga que venía del bar de la caraqueña. Yo hacía rato que tenía que haberme acostado, pero no quise, preferí quedarme afuera en la mecedora escuchando el ruido de los balancines y pensando. Me gustaba sentarme ahí y ver las estrellas mientras papá y mamá dormían. Pero esa noche no habían estrellas.

Usted no me cree pero lo que le cuento es verdad. Yo estaba ahí sentado y ya casi que me quedaba dormido cuando de repente escuché los gritos, me levanté sobresaltado, y lo primerito que vi fue como las llamas salían del lago para acabar con todo y también con las manos de Adelita. Usted tenía que haberla visto, movía las manos de arriba abajo y los ojos le daban vueltas como a una endemoniada, pegaba gritos y llamaba a su mamá; pero ese día nadie se acordó de nadie y cuando sus padres pudieron llegar a socorrerla ya tenía las manos secas y podridas.

Que qué más pasó en ese momento, fíjese que casi no me acuerdo, creo que fue por el golpe que me di en la cabeza con una de las tablas que sostenían el techo del palafito. Pero lo que sí le puedo decir es que yo escuchaba muchos gritos y veía a la gente corriendo de un lado a otro. Casi no tenían por donde salir porque todo eso era puritico lago y el lago era el que estaba quemándolo todo. Sí, como usted me dijo, era un lago de fuego, ardía y olía a infierno.

Desde ese día todos se fueron para el otro lado, allá donde dice usted que están construyendo una ciudad y está llegando gente que viene de donde hay guerra y hambre. Yo preferí quedarme aquí. Hasta la niña Adelita se fue con sus papás. Cuando el jefe del distrito la vio –dicen- se quedó asombrado de cómo le quedaron las manitas y le prometió que si se iba para el otro lado se las iban a poner nuevas. Esto se quedó solo. Al otro día después del incendio se convirtió en una ruina perdida, fue como si por una maldición se nos borrara de la existencia de los hombres; y ahora viene usted a pedirme que le cuente todas estas cosas que nada más recordarlas me ponen la piel fría.

Dicen, que todo esto pasó por culpa de la misma gente que era muy descuidada y viciosa, pero yo le digo que eso es mentira. Esa gente que llegó de afuera -los italianos y los gringos- y están construyendo la otra ciudad, fue la verdadera culpable de que todo esto se convirtiera en nada. El gobierno les cedió el espacio para que explotaran todo el petróleo y luego repartirse las ganancias. No me mire así, sino me cree, entonces váyase y no me pregunte más. Ellos fueron quienes trajeron el fuego e inventaron los vicios para destruirnos y volvernos pura sombra.

Aquí se murió mucha gente, fíjese que tuvieron que pasar muchos días para que la pudrición se fuera. A mucho de los muerticos los tiraron a ese lago maldito para que se los llevara la corriente; por eso yo no me voy para el otro lado, y todas las noches pienso en que estará haciendo Adelina en esa maldita ciudad, donde sé que la gente está más sola que la misma muerte.

Jacinto que vive del otro lado y a veces viene por aquí es el que me dice cómo están las cosas por allá, pero nunca me dice nada de Adelita. Una sola vez y eso fue hace ya como quince años, me dijo que aquel hombre que le prometió ponerle las manos nuevas nunca se las puso, y que ella y sus padres tuvieron que esperar mucho hasta que llegó un nuevo jefe de distrito, y como que se le apiado el corazón y se las mandó a poner allá en la capital.

Jacinto me dice que él no ha visto más a Adelina y que lo poco que sabe lo sabe porque se lo cuentan otros más allegados a los Flores. Él fue el que me contó que Adelita ya no había hablado más, y que sólo contemplaba sus manos con la mirada extraviada. Lo que sé de ella lo sé por mis sueños.

La otra noche yo dormitaba un rato en el chinchorro. Era unas de esas noches espesa de noviembre y había un frío vidrioso que me cortaba la piel. Como otras muchas noches soñé con Adelina, siempre lo hago, o ella misma por pura manía de la soledad se me viene al sueño y me conversa de sus cosas. Nosotros nos conocimos en la escuelita de los curas, pero a ninguno de los dos nos gustaba eso de los estudios y entonces nos hicimos amigos. Fue entonces cuando comenzamos a pescar guasarapos en las orillas del lago y a compartir nuestra comida. Las horas y los días se nos iban en una sola corredera por los palafitos. Por eso cuando pasó lo que pasó yo me quedé muy triste y no me quise ir con nadie. Muchos dijeron que se me pasaría y buscaría camino para ese otro lado donde había progreso y trabajo para todo el mundo. Pero no fue así, así como dice usted, me quedé revolviéndole la madre a los hijos de puta del gobierno, ellos creían que todo el mundo se iba a comer el cuento ese de la lamparita y de la puta caraqueña. Aquí la cosa fue peor. Pero a la gente de este pueblo le gusta que la engañen, por eso fue que se fueron.

Ahora usted quiere saber qué es lo que Adelita me cuenta en sueños. Aquella noche de la cual le hablaba, ella se apareció y me dijo que estaba triste, que ya tenía sus manitos nuevas pero que casi ya ni le importaba eso. Me dice que no puede dormir y por eso es que viene a verme y a conversar. Dice que por allá todo es como un espejismo, algo que muy pronto será borrado igual que fuimos borrados nosotros. Eso es un pueblo sin paz, me dice. El calor es terrible y las noches afligen al corazón más duro. Por eso es que no habla, y la gente del pueblo la llama la loca Adelina mano quemá.

Yo a Adelita la quise mucho y no le voy a negar que todavía la quiero. Yo no me fui para allá por ella. No puedo imaginármela en ese otro lado tan oscuro. Siempre la he querido aquí y no es que yo sea un cazador de recuerdos, lo que pasa es que uno se acostumbra a lo suyo y yo prefiero estarme en esta ruina pensándola que viéndola tan triste y sola. Ella me dice que un día volverá, pero yo no sé. Aquí Adelita era feliz y siempre sonreía. No crea que fue fácil ver como de repente todo aquel maldito fuego le quemaba las manos y yo no pude hacer nada porque la tabla esa se me vino encima de repente. Eso no me lo he perdonado nunca, pero ella me dijo un día que no importaba y que era mejor así, porque después a mí también se me hubiesen quemado las manos.

Esa noche que se apareció y me dijo eso, estaba casi transparente y yo la confundía con la niebla. Ese día creo que estaba más triste que nunca y no pude tocar sus manos como siempre lo hacía. Me dijo que se quería volver para acá y que en ese momento que me hablaba estaba en el negocio de sus padres sentada en el mismo rinconcito de siempre mirando sus manos. Que allá era de día y por eso no le gustaba. Ella prefería toda la noche de este sueño en el cual recuperaba tantas cosas. Yo nada más la escuchaba como siempre, pero cuando me levantaba de nuevo me agazapaba la tristeza porque esperaba encontrármela aquí conmigo y caía en cuenta que todo era un juego de la memoria.

Yo no creo que vuelva, esto por aquí es muy solo. Nada más viene gente como usted a preguntar como fue el incendio y yo termino diciéndoles que soy un cobarde, que lo de la tabla en la cabeza fue mentira y que cuando vi a Adelita gritando porque se les quemaban las manos, me quedé ahí parado llorando de miedo y sin poder hacer nada. Entiéndame, yo sólo era un niño y los niños no podemos jugar con fuego.

Fragmentos de un ejercicio a destiempo. Cap 1.

La Gorda no solía salir tan temprano de su casa. Por eso cuando la vi, después de aquella calurosa mañana, le pregunté qué hacía a esa hora por el centro de la ciudad. En realidad se lo pregunté porque en el momento sentí que era la persona más triste y sola del mundo. Ella me miró directo a los ojos –y sin quitarse los lentes como siempre solía hacerlo- me dijo que aquella mañana había salido muy temprano a solicitar en la jefatura civil una carta de residencia. En el momento no comprendí, pero con el pasar de los días me di cuenta que al fin y al cabo todos necesitábamos una.

La Gorda estaba sentada en el fondo, en la última mesa del café. Siempre se lo he dicho, sino fuera por sus lentes, sus ojos matarían a cualquiera. Se lo digo, porque eso me lo dijo Javier después de aquella noche que la besó en mi casa, cuando yo estaba tirando con Martica en mi cuarto. Esa noche fue un desastre. La Martica pegaba unos gritos desaforados y mi madre dormía en el cuarto de al lado. Cuando se levantó –mi madre- no supe qué hacer, lo primero que se me ocurrió fue esconder a Martica dentro del escaparate y hacerme el dormido. Mi madre encontró a Javier con La Gorda y quedó fría. Luego me dio un sermón sobre la moral y los principios. A todas estas La Martica seguía escondida en el escaparate y me enviaba mensajes de textos a mi celular maldiciéndome y demás. Yo no aguantaba la risa y miraba a Javier como diciéndole: Yújule man te mamaste a la gordita y él me miraba y se reía. Mi madre se fue a la cocina y La Gorda seguía afuera, según me dijo días después, muerta de pena y de vergüenza, cosa que no le creí porque ella era una desvergonzada.

La Gorda tomaba un café con leche y comía un cachito de jamón y queso. Livianito, le dije, y me reí de ella, sentándome a su lado. Me dijo estúpido y en eso llegó el mesonero. Ordené jugo de naranja y una empanada de pollo al horno. La Gorda estaba leyendo a Roberto Arlt. En la mesa, junto a otros libros que no me interesaron, estaba la edición de de la Biblioteca Ayacucho de Los siete locos y Los lanza llamas. Mientras esperaba la orden, tomé el libro y busqué algunos episodios donde apareciera el personaje del Rufián Melancólico, encontré uno y comencé a leer. Gorda, le dije, luego de parar la lectura, ¿a ti te gustaría mantener a un hombre? Ella no solía hablar mientras comía, pero luego de tomar un sorbo de café me dijo que sí, que sería maravilloso, ¿pero haciendo de puta? le dije, y me dijo que mejor aún. En ese instante llegó el mesonero y La Gorda encendió un cigarrillo. Yo empecé a comer y a ver las noticias en el televisor. Pura mierda, le dije a La Gorda.

-Gorda… -le dije de pronto.
-Qué –me respondió mientras hojeaba un poemario de Cadenas y jugaba con una bocanada de humo en sus labios.
-Quería preguntarte algo –dije.
-Qué –me dijo sin alzar la vista del libro.

Me sentía idiota. No sabía cómo preguntarle aquello tan simple. Creo que en el fondo, sentía esa leve sensación de que hay abismos en la vida de alguien que no debemos invadir. En realidad sí sabía cómo hacerlo, pero no quería. Sólo esperaba que levantara su mirada para tratar de descubrir algo, pero nada. Ella estaba abstraída en su lectura y en su cigarrillo.

-Gorda… -insistí. Pero esta vez volví a quedarme mudo. La Gorda levantó su mirada y me vio directo a los ojos. En ese momento sentí como si una nube de plomo se estrellara contra el café y todo el cielo congestionado cayera sobre mi espalda. Me quedé viendo sus ojos sin decir una sola palabra. Trataba de obtener la respuesta a través de su sigilo y otra vez no le dije nada.
-Hoy estás más tarado que nunca mijo –me dijo con una mueca en sus labios-. ¿Será que te está cayendo mal el ambiente? ¿No has dormido nada?

Me hubiese gustado decirle qué era lo que me pasaba, pero opté por inventarle que en esos últimos días, los sitios cerrados me estaban causando claustrofobia después de estar en ellos cierto tiempo. Me miró de soslayo chupando su cigarro e hizo un gesto negativo. Luego le dije que por el dormir ella sabía que dormía muy poco y que la pregunta estaba de más. Pero en realidad sí creo que lo del ambiente del local me estaba causando algo. Ese día el café no era el mismo, estaba enrarecido, asfixiante. Había muy poca gente para la hora y todo estaba impregnado de un silencio cortante y húmedo. No sé si yo comenzaba a alucinar, pero cuando La Gorda me hizo la pregunta, tuve la idea macabra de que en el café habían cometido un crimen la noche anterior y creí ver que las imitaciones de Botero que saturaban las paredes comenzaban a reírse de mí. Creo que comencé a sudar frío.

-Ey, qué te pasa, estás pálido –me dijo La Gorda jaloneándome por la camisa.
-Nada, nada, sólo que pensé que aquí, anoche, habían cometido un crimen –le respondí con mucha pena.
-Vas a tener que dejar de leer esas novelas del séptimo círculo, te cargan de a toque –me dijo.

Me volví a ensimismar y no sé por qué recordé la muerte de mi padre y un verso de Pavese que dice Vendrá la muerte y tendrá tus ojos. La verdad si entiendo, a papá ese verso le gustaba demasiado, él solía decirme que luego de leerlo comprendió que el rostro de la muerte era una transfiguración nuestra. Toda nuestra desgracia. Cara de la muerte triste, decía. Explosión de todo el desencanto. Es como un espejo que explota frente a nosotros y nos recorre toda la historia. Y de repente me encontré pensando en Borges, en los espejos, en la ceguera, en el amarillo, en el último hombre.

La Gorda y yo seguíamos ahí. Ella leyendo ahora un poemario de Pessoa y yo en el más profundo silencio pensando en esa mañana aciaga en la cual la vi y tuve la premonición de que era la mujer más triste del mundo. Quería pensar que era algún desamor u otro tipo de problema. Cualquier otra cosa, sí, porque en aquel momento –y ustedes nunca me entenderán- yo sentí que La Gorda se nos iba y no sé exactamente para dónde. De repente, como una bofetada imprevista, recordé una conversación que había tenido con Javier días atrás. Era una noche muy fresca y estábamos montados en el techo de su casa bebiendo ginebra y escuchando algo de música en un reproductor de pilas. Estábamos de boca al cielo estrellado, fumando y conversando.

-Uno siempre quiere emigrar, irse, dejarse –le decía yo a Javier.
-Tal vez sea así, no lo dudo, pero todo eso involucra perder –me respondió.
-Pero no es irse hacia otro sitio, ni nada de eso, es irse de uno –le dije.
-Viejo, a la final eso de irse es pura coba, uno nunca se termina de ir ni de uno mismo, a donde quiera que uno vaya, ahí va estar todo lo que uno ha sido –me respondió.

Al café comenzaban a llegar más personas, y poco a poco el ruido de las sillas, las voces, la confusión de olores comenzaban a mezclarse en una sola aroma amorfa y repugnante. Pensé entonces en marcharme y dejar a La Gorda ahí sentada con su poemario, total habíamos hablado muy poco y ella no tenía muchas ganas de hablar conmigo, o era yo el que no hablaba con ella. Pero luego pensé en invitarla conmigo a caminar por la ciudad.

-Gorda que te parece si nos vamos a dar una vuelta por ahí, ya casi es mediodía y esto se va a poner atestado, ¿sí? –le dije. Ella se quedó mirando un punto perdido dentro del local.
-No tengo muchas ganas –me dijo-, pero aunque pensándolo un poco, es mejor que me vaya contigo, a la una debo estar en la revista.

Pagamos la cuenta y salimos del café sin mirar a ningún lado.

domingo, 19 de julio de 2009

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Lo que sigue a continuación
son palabras textuales de un personaje
de una novela de Roberto Bolaños:
“Se puede conquistar a una muchacha
con un poema, pero no se le puede
retener con un poema. Vaya, ni siquiera
con un movimiento poético”



Usted tiene derecho a estar triste en plena fiesta
y no sucumbir a la satisfacción del momento
usted es un hombre con derecho en ese momento de algarabía
a sentirse vacío y hostil
de recordar con amargura sus fracasos y sus abandonos
su última lágrima en la noche
aquél desamor que todavía lo atormenta y lo solapa
usted tiene derecho de morirse en el momento del cotillón
a fin de cuentas usted es un hombre que esta noche ya no existe.

Los solos

“Una extraña sensación de soledad…”
Sentimiento Muerto


Ella lo había visto varias veces en el trabajo y el hecho de que no mantuviera la misma disciplina de los demás compañeros le había llamado la atención. Por su parte, él ni se imaginaba que ella existía. Una vida rutinaria lo había llevado a restarle importancia a todo lo que le rodeaba.
Aquella mañana se tropezaron en la oficina del jefe. Cada uno por su parte venía con una montaña de papeles y no podían verse los rostros. Pero ella, atenta como siempre, reconoció el vago olor de su perfume.

-Pase usted primero –dijo ella-, total, no tengo mucho apuro, son unos pocos apenas.
-Si hago caso a los modales y buenas costumbres, se supone que tendría que darle paso a usted –dijo él-, así que pase.
-En realidad no hay problema, vaya y entre –dijo ella.
-Bueno ya que insiste –dijo él. Y entró dando tumbos a la oficina del jefe.

Recostada en el sillón de la sala de espera pensaba en su voz. Nunca lo había escuchado hablar y hasta se tomó la ligereza de no pensarlo mas como “el huraño”, como solían llamarle en la oficina a sus espalda. No sabía por qué, pero en aquel instante se encontró recordando el primer día que lo vio llegar a la oficina. Según los rumores venía por un traslado o por cualquier otra cosa. -Ya puede entrar. Muchas gracias –dijo él despabilándola de un solo golpe y ella sintió una especie de estremecimiento en la boca del estómago.
-Ah… Gracias… -le dijo con un leve rubor en las mejillas como quien es encontrado en algo comprometedor- y sin cruzar más palabras entró a la oficina.

Todas las tardes, después de salir de la oficina camino a su habitación, hacía una corta parada en el bar “La puerta”. Allí, en el rincón más apartado de la barra, tomaba unas cervezas y se daba a la tarea de reconstruir, no sabía si por pura costumbre o por no tener más nada que hacer, los acontecimientos del día. Le gustaba el olor a madera mojada de aquel sitio y las fotos de mujeres que evocaban los años sesenta.

-¿Cómo estuvo el día? – le preguntó Lázaro, el cantinero, quien hasta ahora era el único con quien se tomaba la libertad de conversar algunas confidencias.
-Nada extraordinario Lázaro –dijo-, todo como siempre en su mismo ritmo. Y tú, qué tal el día.
-Bueno ya sabes cómo son las cosas en este lugar, pero no me aflijo, algún día venderé y me marcharé bien lejos –le respondió Lázaro.
-¿Sigues con los planes de vender? –le dijo él- Yo siendo tú no lo haría, ¿o acaso este lugar no significa nada para ti?
-Pues ya no, desde la muerte de Sebastián, muy pocas cosas significan algo –le dijo Lázaro.
-Si tú lo dices –le dijo. Y sin pensarlo sacó la billetera y canceló la cuenta que siempre Lázaro se resistía a cobrarle.

“Después de la muerte de Sebastián” pensaba mientras iba camino a la pensión. No sabía por qué razón las personas le comenzaban a restar importancia a la vida luego de la muerte de algún ser querido. Para él era más doloroso perder a alguien y que este alguien siguiera vivo haciendo su vida sin uno. La sensación de sentirse excluido, borrado e insignificante, sí que era para él una razón valedera. Por eso también se había marchado. En ese momento se volteó y se dirigió al bar de nuevo. Al llegar, entró y le dijo a Lázaro, desde la puerta:
-Lázaro creo que lo te falta es resignación. Y Lázaro desde la barra, con un cigarrillo en los labios le sonrío y dio la espalda.

Ella siempre había tenido la manía de prepararse una tortilla de huevos con jamón y panes tostados para cenar, pero esa noche prefirió algo ligero, no tenía mucha hambre. En cambio, tenía una necesidad extraña de revisar las fotos del álbum familiar. Se sentó en el mueble y con un yogurt en las manos, comenzó a pasar lentamente los pliegos deteniéndose de vez en cuando en una de las fotos más significativas. Entre esas, estaba una en la que aparecía disfrazada de diosa hindú, la cual le gustaba mucho por la forma en la que estaba maquillada a sus siete años. Verse ahora los ojos delineados de rímel a esa temprana edad, le hacía recordar la primera vez que lloró por un amor. “No hay nada más desolador en el rostro de una mujer que un rímel corrido” pensaba ella con la cucharilla entre los labios. En ese instante sintió que tan cruel podía ser un rímel corrido en los ojos de una niña, pero trató de olvidarlo, no era muy dada a vivir evocando nostalgias, aunque de manera fortuita siempre se le aparecían en el momento menos oportuno. Sería por eso que de la nada comenzó a pensar en el muchacho da la oficina y se decía que era un tipo raro, que sólo hasta hoy, después de dos meses, escuchó su voz y pudo entablar unas palabras de lo más comunes con él. Había algo en él que le intrigaba, pero no de manera maliciosa. En ese momento pensó en lo que podría estar haciendo él en una noche como esa.

Dado a los recuerdos, que era lo único propio que le venía quedando desde hacía tiempo, se tiró en la cama y encendió un cigarrillo. La amarga sensación del tabaco le ayudaba a ocultarse lo solo que estaba. Pensaba en Mario y en Luisa, ellos con su vida formidable y su último viaje a la cordillera, el niño, la casa, todos esos ritos de los cuales él renegaba y huía, pero que ahora, con una vida simple y monótona anhelaba. Entonces Mariel se apareció entre todos esos hilos que la memoria teje para encontrarnos en un laberinto donde todo se confunde. La vio sentada aquella mañana en el pasillo de la facultad, la evoco en aquella noche del primer abrazo, la sintió cerca muy cerca, como sobrevolando el cuarto, la noche en que desapareció para siempre. Y sí, era así, todo tan complicado y vacío como un mal sueño del cual se quiere escapar rápidamente. Sería por eso que sin darse cuenta, reconstruía anécdotas diarias para escapar de los fantasmas, entre esas, la más especial de esa noche: un diálogo en la oficina con una mujer y un perfume olor a chocolate. Fue entonces cuando por fin pudo conciliar el sueño.

De la terrible y hasta hoy no conocida historia de cómo fue que conocí a Eduardo Liendo.

A Nílibe, La detective salvaje…

Llevo ya dos años dándole vueltas al asunto y creo que ha llegado el momento de escribirlo. Un día por equivocación, en la ciudad de Mérida, compré un libro de Eduardo Liendo titulado “El cocodrilo rojo y Mascarada” pensando que el autor era Gustavo Díaz Solís. Ahora no recuerdo cómo fue que me confundí, pero lo que sí recuerdo bien, fue que en ese entonces yo andaba en una de shorts pero muy shorts histories, y todo autor en esa onda me interesaba y más aún si era nacional.

La confusión nació una mañana en la universidad, cuando un compañero me leyó un texto acerca de Liendo el cual debía entregar para una cátedra. En el texto, el compañero discurría desde lo más profundo de su ser, con un tono desde lo aristotélico hasta el discurso más blanchoniano que podamos imaginar. La cuestión era que yo tenía sueño y sus palabras me eran complicadas e ininteligibles, lo único que acerté a escuchar fue la cita del texto –la cual para el momento, pensé, era sólo una parte importantísima, porque me pareció tan enrevesada como el mismo, o creo también haber pensado que mi amigo se había inventado un autor y por ende el cuento- que decía de la siguiente manera: “Se acostumbró tanto a su cuello torcido que reencarnó en una flor de barranco”. En ese momento me despabilé y le pregunté sin titubear, qué diablos era esa cita y él me respondió que no era una cita sino un cuento del autor. De inmediato le pregunté el nombre y me dijo que era Eduardo Liendo.

La misma mañana comencé a preguntar por el autor y todos me decían una cosa y otra. Andaba perdido porque unos me decían: Sí, ese es el autor de El mosaiquito verde y hasta ahí llegaban. Y al que le preguntaba por el autor de El mosaiquito verde en busca de más información y le leía el texto de Liendo, me decía que estaba equivocado que ese no era Liendo, sino Gustavo Díaz Solís.

Liendo se convirtió entonces en un escritor espectral, anónimo, hasta llegué a pensar que era uno de esos autores que a nadie en la Escuela de Letras le gusta compartir por celos intelectuales, o mejor dicho pseudo-intelectuales, y le di una categoría de autor peligroso poseedor de un secreto milenario. Razones: texto de su autoría que los lectores atribuyen a otro autor, y para colmo tampoco el texto resulta ser de el autor a quien se le atribuye.

Ya en Mérida, específicamente en la Facultad de Humanidades de la Universidad de los Andes, me encontraba hojeando libros en una expo venta de Monte Ávila Editores (Se me acaba de ocurrir una idea: ¿por qué no decir también ojeando, sin en realidad también es esa una de las acciones realizadas frente a un estante con muy poco dinero y ganas de arrebatarnos con los ejemplares, y olvidarnos del pasaje de vuelta y la cena que hay que compartir con la novia de turno) y de la nada ubico un libro del espectral Eduardo Liendo. De inmediato miro a mi acompañante de turno, y ella camarada al fin para ese entonces, entendió mi mensaje, casi súplica y accedió a recortar nuestro presupuesto de viaje por dicho libro. Lo tomé en mis manos como se toma un libro ansiado desde hace mucho tiempo, claro, en el momento no delaté mi interés, por eso de que ante un librero, uno tiene que ser casi un lector de La culpa es de la Vaca, del pollo, del tiranosaurio rex, y de todo aquél a quien se pueda culpar que no sea uno, y poner una cara como de qué nombre más raro ¡El sonido y la Furia! Ese segurito le sirve a Pedro, ya sabes cómo le encanta tener el carro bien lleno de cornetas y todos esos aparatos, para no darle chance al mercantilista de la literatura, de aumentar el ejemplar al doble.

No entiendo todavía por qué para ese entonces llegué a tener la sensación de haber comprado el libro de Gustavo Díaz Solís, juro que lo sentí en verdad – ¿A usted le ha pasado alguna vez?- fue muy raro, y no me atreví a compartir mi duda ni con mi acompañante, y en el peor de los casos juré no abrir el libro hasta llegar al hotel o a mi casa en Ciudad Ojeda. Ese día no lo abrí.
Ya en casa después de casi dos semanas de haber llegado del viaje decido develar el misterio y voy en busca del libro. No sé cuál de los dos estaba más expectante y receloso. Lo tomé y como es costumbre para mí, siempre comienzo a leer un libro de poemas o de cuentos al azar, y desde donde comience marco el inicio. La duda fue despejada, tal vez por designio de los dioses, porque al abrir el libro mis ojos leyeron sin más remedio: “Se acostumbró tanto a su cuello torcido que reencarnó en una flor de barranco”.

Ciudad Ojeda 24-04-08